domingo, 7 de junio de 2009

'Postales de invierno' de Ann Beattie


No hay duda que 'Postales de invierno' es una novela generacional y yo siempre recordaré que la leí en el momento adecuado. No importa que hable de la resaca de los setenta després de la fiesta hippie de los sesenta, para mí siempre hablará de ese mes de mi vida en que abandoné el trabajo y consumí los días repartiendo mi tiempo entre la angustia y la apatía. Que los dos protagonistas tengan exactamente la edad que tengo yo ahora (27) no acaba de hacer nada más que reforzar esta connexión. 'Postales de invierno' se desarrolla en el invierno extraordinariamente frío de 1975 en una ciudad nevada que nunca se menciona pero que se ve que es Washington. Los dos protagonistas son Charles y Sam. Charles trabaja en una oficina rellenando informes y sólo sueña en recuperar la mujer que ama que le dejó por su marido, porque sólo así su existencia podrá tener algo de sentido. Sam trabaja en una tienda vendiendo chaquetas y sólo espera que salga el nuevo disco de Bob Dylan, esperando quizás que le dé respuestas sobre qué rumbo seguir con su vida. Los dos se pasan los días de la semana trabajando y cuando llegan a casa están demasiado cansados como para hacer nada. Los fines de semana se los pasan bebiendo. Son los setenta y ya no hay mucho sexo (y cuando hay es desapasionado y más bien por compromiso), ni nada de drogas, pero sí rock'n'roll: en el libro aparecen en el momento adequado una larga lista de canciones que conforman una banda sonora generacional pero también emocional. Y esto es uno de sus mayores aciertos.

'Postales de invierno' es como una telecomedia sobre la depresión. Charles y Sam están deprimidos, odian su vida, pero son demasiado apáticos como para hacer nada para cambiarla. Pero lo mejor de este libro es que prácticamente todos los personajes que salen están deprimidos: desde la madre de Charles (Clara, que está totalmente ida y se dedica a pasarse el día en la bañera y a dejar por toda la casa revistas de cine y mantas eléctricas enchufadas) y su padrastro (Pete, que sólo vive para cuidar a Clara y lamentarse de que si hubiera tenido hijos propios le hubieran querido de verdad), pasando por el amor de Charles (Laura, que ahora vive en un chalecito suizo de los que vende su marido), hasta llegar a Pamela Smith (una ex-novia de Charles que se pasea de costa a costa cargando libros feministas y reconsiderando si es lesbiana o no). Es una de esas obras que es divertida y triste a la vez. El frío del invierno se cuela por todos lados y llega a helar las cerraduras de los coches. Está escrita con un estilo inmediato y lleno de pequeños detalles que le dan realismo. La prensa amarilla está por todas partes y las visitas al supermercado a la orden del día. Es una novela como la vida misma. Un único pero le encuentro: el final, demasiado convencional, que transforma lo que para mí era una historia de amistad y depresión, en una típica historia de amor. Es algo decepcionante. Se ve que hicieron una adaptación cinematográfica de esta novela que pasó sin pena ni gloria por la cartelera. Luego se volvió a estrenar, con el final cortado, y se convirtió en película de culto. Y es que esta novela pide un final abierto que no sea final: es una novela en la que no pasa nada y por eso chirría tanto que al final pase algo. Pero, a pesar del final, no deja de ser maravillosa. Y es que es una novela llena de vida con la que es facilísimo identificarse, porque todos hemos sido Charles o Sam alguna vez.

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