martes, 29 de mayo de 2012

'Cuentos crueles' de Auguste Villiers de L'Isle-Adam



Auguste Villiers de L’Isle-Adam reúne todos los ingredientes que conforman lo que se llama un “escritor maldito”: nació dentro de una familia aristócrata pero arruinada, a su padre se le fue la olla cuando se obsesionó con encontrar no sé qué tesoro escondido no sé dónde, la niña de la que supuestamente él estaba enamorado murió, se fue a París y se dio a la bohemia, conoció a Charles Baudelaire que fue quien le recomendó a Edgar Allan Poe, malvivía y escribía pero el éxito no llegaba, hasta el punto que se vio obligado a trabajar en una funeraria o dando clases de boxeo, e incluso consideró la posibilidad de montar un espectáculo en el que, por un módico precio, podrías verlo encerrarse en una jaula llena de tigres y recitar sus poemas, pero al final se rajó.

Oficialmente sus “cuentos crueles” (de los que yo he leído sólo una pequeña selección) son cuentos de terror, pero a mí este calificativo me parece engañoso. Por lo general, diría que son cuentos inquietantes, con un toque simbolista y romántico, pero a veces también costumbrista, y con un final ciertamente cruel. Como casi todas las recopilaciones de relatos, me ha parecido irregular: hay algunos que he aborrecido, otros que me han parecido bien pero no memorables y algunos pocos que me han parecido excelentes.

Olvidémonos de los olvidables (que pecan de ser convencionales y anticuados) y empecemos con los correctos. ‘Vox populi’ y ‘La cartelera celeste’ son dos sátiras muy críticas con la sociedad; realmente tienen mala leche y sorprende por lo modernas que son, aunque para mí no pasan de ser curiosas. Luego está ‘Vera’, el inevitable cuento de un hombre que pierde a su esposa y se obsesiona con ella, que está bien pero no va más allá de un tópico literario ya muy manido. Y finalmente están ‘Los bandidos’ y ‘El secreto de la antigua música’, que coinciden al tener un punto de humor negro y un giro final inesperado.

Y entre los que he adorado y me han parecido magníficos hay un relato que representa una nueva y original vuelta de tuerca al típico tema del duelo, que es prácticamente metaficción y explora la diferencia entre realidad y ficción. Y es que cuando Villiers de L’Isle-Adam es bueno, lo mejor que tiene es la frescura, la originalidad y la modernidad que desprenden sus cuentos. Después hay un cuento en que la muerte se personifica y, aunque tengo que reconocer que este tipo de cuentos siempre me dan mucha grima, éste es especialmente angustiante y muy bien llevado. Por cierto, éste debe ser de los pocos sino el único cuento en que interviene un elemento sobrenatural.

Y finalmente está ‘El deseo de ser hombre’ sobre un asesino que decide asesinar para hacer algo con su vida antes que sea demasiado tarde y ‘El convidado de las últimas fiestas’ sobre un grupo que está de juerga y que invita a un desconocido que, a medida que pasa el rato, le va dando más mala espina al narrador. Son dos cuentos que empiezan dentro de lo cotidiano y poco a poco se van adentrando en lo inquietante, están magníficamente escritos, con un pulso narrativo envidiable y nos dicen que el mal puede estar muy cerca de nosotros sin que nos enteremos, incluso dentro de nosotros mismos. 


martes, 1 de mayo de 2012

'El amor de Mitia y otros relatos' de Iván Bunin



Los dos primeros cuentos de esta recopilación de relatos del primer ruso con el premio Nobel de literatura me hicieron presagiar lo peor. Tantas florituras descriptivas del tipo “los pajaritos cantan y las nubes se levantan” estuvieron a punto de acabar con mi paciencia. Al cuento titulado ‘El amor de Mitia’, que es tan largo que prácticamente es una novela corta, si le quitáramos todas las descripciones del paisaje se quedaría en la mitad de su extensión. Aún así, la forma delicada en que describía la relación amorosa entre dos jóvenes desde el punto de vista del chico, con las típicas dudas, celos y el choque entre idealización y realidad, me mantuvieron enganchada lo suficiente como para darme cuenta de que en los cuentos posteriores, Bunin va refrenando este descriptivismo excesivo (para mi gusto), más típico de los cuentos del siglo XIX que del XX. 

Quizás mi problema es que los primeros cuentos que leí fueron los de Raymond Carver y de ahí debe venir, en gran parte, mi amor por los cuentos concisos y que me aburra el exceso de descripciones paisajísticas. Se ve que en su juventud Bunin consideraba a Chéjov “demasiado moderno”, más tarde se fue reconciliando con él, y es una evolución que creo que se nota en sus cuentos. Aún así, nunca llega a la altura de Chéjov, pero hay algunos cuentos realmente buenos. Hay uno sobre el reencuentro casual de dos personas que en un pasado lejano fueron amantes y que está lleno de nostalgia y melancolía. Hay un par sobre un rollo de una noche que se inicia en un barco que navega por el río Volga y que están llenos de sensualidad. 

Una de las cosas que más me ha gustado de Bunin es la forma en retratar la sexualidad. No se anda con mojigaterías y no obvia el papel que el sexo tiene en las relaciones entre hombres y mujeres, e incluso llega a describirlo sin la elipsis de rigor. En otro de sus cuentos hay una chica de catorce años que, con la excusa de que aún es una niña, se sienta en las rodillas del protagonista y lo besa y lo acaricia sin pudor, con inocencia fingida, delante de todos. Por otro lado, lo que menos me ha gustado de los cuentos de Bunin son sus finales, parece que siempre tiene que palmarla alguien de forma precipitada y efectista en la última línea. La primera vez te deja algo descolocada e impresionada, pero cuando ya van cuatro o cinco ya empieza a parecerte ridículo. En este caso sí que es la antítesis de Chéjov y me parece un truco muy burdo para manipular al lector. 

Aún así, obviando las dos últimas líneas, los cuentos de Bunin, si bien no son excelentes, sí que son interesantes y en ocasiones realmente notables. Puede que mis más favoritos de esta edición sean los que pasan en el exilio; son los más amargos y tristes. Y uno pasa en el París de los años treinta, cuyo ambiente Bunin retrata a la perfección y me ha hecho recordar el París de mi adorada Jean Rhys. Pero creo que el que resume a la perfección el estilo de Bunin es ‘Natalie’: un tipo educado y egocéntrico se debate entre el amor puro y el amor físico, la pifia y pierde a la mujer que realmente amaba, se pasa media vida amargado y puede que al final la reencuentre, pero la felicidad sólo durará cuatro días porque en las últimas líneas inevitablemente alguien la palmará. 

En realidad, parece que todos los cuentos de Bunin son más o menos así, siguen este mismo patrón, y, aún así, Bunin es lo suficientemente buen narrador como para atraparnos cada vez. Los personajes siempre son los mismos y, encima, responden a arquetipos, pero yo creo que el Bunin real debía ser precisamente este arquetipo de intelectual culto y egocéntrico que se come mucho el tarro y que se cree muy especial, y que en sus cuentos no hace nada más que relatar una y otra vez su vida. Y aún así, funciona, realmente sabe plasmar en el papel las relaciones sentimentales entre hombres y mujeres.